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Perfil: literatura y erotismo

El erotismo no se va: literatura porno. Los géneros se renuevan, parecen desaparecer y vuelven de visita con otros disfraces, siempre en el momento propicio. Así está ocurriendo con la novela erótica, un fenómeno comercial que tiende a banalizar el sexo ofreciendo pequeñas dosis de transgresión que siempre son bienvenidas.

Por Gonzalo Santos | Suplemento Cultura de Perfil | Domingo 18 de marzo de 2018
Literatura porno. El erotismo no se va. Foto: GET.
Quienes frecuentan cada tanto los rankings de libros más vendidos saben que, en una u otra latitud, las listas suelen estar colonizadas siempre por los mismos géneros: novela rosa, novela histórica, autoayuda, fantasy, literatura juvenil. Pero últimamente también empezaron a aparecer otro tipo de libros: los de carácter erótico, cuya novedad radica –apurémonos a aclarar– no tanto en el erotismo como en el hecho de que se trata de un fenómeno comercial que tiende a banalizar el sexo, ofreciendo pequeñas dosis de transgresión cuidadosamente pensada y pasteurizada para la sensibilidad de las masas.
El sexo, por supuesto, no es algo nuevo: de una forma o de otra, atraviesa la historia de la literatura desde el principio, y no es casual: tanto uno como la otra convergen en un punto, que es que son dos experiencias extremas de libertad. Una busca, a veces, lo inefable; el otro es lo inefable mismo. Por supuesto, nunca se encuentran, y se sabe que nunca se van a encontrar.
Basta recordar textos como El amante de Lady Chatterley, de Lawrence, La historia del ojo, de Bataille, o esa escena de Lolita jugando al tenis, o aquellas otras de Crash, de Ballard, donde las parejas se excitan y fornican cuando tienen accidentes con el auto.
Por supuesto, ninguna de esas páginas careció de precio: todos estos autores han padecido la implacabilidad de los cancerberos de la scientia sexualis o, antes, de la Inquisición, como Boccaccio, y en cierto modo puede que esté bien: son gajes del oficio. Después de todo, hasta era más interesante enfrentar la censura que lo que deben enfrentar o evitar hoy, como señala Vargas Llosa en un artículo, quienes escriben relatos de esta tesitura: la banalidad, las fórmulas comerciales o los estereotipos.
En cualquier caso, hay que decir que ninguno de esos autores ha entrado al canon por aquello de lo que han sido acusados –el mero hecho de mostrar un coito–, sino porque han sabido explorar zonas de la conciencia que hasta entonces permanecían en las penumbras.
Por eso quizás habría que hacer una distinción.
Si bien se podrían rastrear antecedentes de escenas sexuales hasta en los clásicos griegos y romanos, también se podría pensar que se trataba, como diría Foucault, de otras epistemes, y que lo que llamamos “literatura pornográfica”, o erótica, que es lo que nos interesa aquí, es un invento de la modernidad –también lo son los otros géneros populares– que cumple otras funciones y aspira a otros objetivos. 
En su célebre –y en muchos puntos vigente– ensayo La imaginación pornográfica (1967), Susan Sontag define la pornografía como, entre otras cosas, una de las ramas de la literatura “que aspira a generar desorientación, dislocación psíquica”, y la compara en ese sentido con la ciencia ficción.
Nosotros podríamos establecer un paralelo con otro género: el terror, en tanto que uno y otro se definen por su efecto: suscitar excitación, en un caso; miedo, en el otro.
Sin embargo, las mejores obras de ambos géneros no son las que se limitan a ese “efecto perlocutivo”, como lo llaman los pragmatistas, sino las que van más allá: las que exploran los mecanismos del miedo, en un caso; o las veleidades del deseo, en el otro.
A esto último, el escritor uruguayo Ercole Lissardi no lo llama literatura pornográfica, como Sontag, sino “arte erótico”: un género cuyo objeto es el Eros o el Deseo, dice, aunque enseguida toma distancia de cierta rama de esa literatura que solo “caricaturiza al deseo”, como Cincuenta sombras de Grey.
Él es uno de los pocos, si no el único, que en la actualidad abreva en esa tradición a la que pertenecen autores como Bataille o el Marques de Sade. Si bien en sus libros no escatima jovencitas que no dejan de mojarse, gerontes con falos soberbios, y todo tipo de parafilias –hasta es posible encontrar a un joven que tiene sexo con un cuerpo muerto–, lo que está explorando en el fondo son algunas formas extremas de la conciencia, pero no de cualquier conciencia: solo de aquella que podríamos identificar con una “máquina deseante”, y esto nada tiene que ver con esa otra tradición –más ligada a la sátira– a la que recurren quienes sostienen que este tipo de literatura existió desde siempre, y en la que incluyen los versos obscenos del griego Sótades, o los de José de Espronceda, o los acrílicos de los hermanos Bécquer, o incluso –podríamos agregar nosotros– ese Manual sadomasoporno de Laiseca que acaba de reeditar Muerde Muertos y que, por cierto, logra o podría lograr algo que hoy resulta harto difícil: despertar la polémica, el escándalo; aunque no tanto por el sexo como por las formas en que describe a la mujer. Formas que la nueva Inquisición no permite enunciar ni aun utilizando recursos como la ironía o el disparate.
Pero ese tema lo dejaremos para otro momento.

Escenas de sexo

Ahora bien, otro tema interesante son los textos que no son pornográficos o eróticos, pero que contienen escenas de sexo, escenas que generalmente –hay que decirlo– son muy malas.
Para un escritor suele ser tan difícil decidirse por un punto de vista narrativo adecuado, una estructura pertinente, como determinar qué nombre se le va a poner al pene, o en qué registro y desde qué perspectiva se va a describir –o a callar– un coito.
No es un tema baladí: se sabe que una mala escena de sexo puede arruinarlo todo.
Por eso hay quienes optan por sacarse de encima el problema con una elipsis salvadora –“Cerraron la puerta”, y chau– o con algún verbo que acuda al rescate. “La poseyó”, y listo: a otra cosa mariposa. Preferible un silencio cauto a una osadía cuyo puerto es, casi siempre, el ridículo.
En Gran Bretaña hay una revista, la Literary Review, que desde 1993 otorga un premio a la peor escena de sexo: el Bad Sex Award. Un galardón que tuvieron el honor de recibir autores como Norman Mailer, Tom Wolfe o John Updike, y en algún momento también estuvo nominado Gabriel García Márquez, por algunos pasajes de su libro Memoria de mis putas tristes.
En el último año, según se difundió hace poco, se lo llevó Christopher Bollen por su novela The Destroyers, en la que se leen cosas como esta: “Her face and vagina are competing for my attention, so I glance down at the billiard rack of my penis and testicles”. Los jurados encontraron que billiard rack, que es el triángulo donde van las bolas de billar, podría inducir a confusión en lo cuantitativo, es decir, no estaría claro qué cantidad de testículos estaría teniendo el personaje, aunque también podría agregarse un equívoco cualitativo, dado que tampoco está muy claro cuál sería la naturaleza de esos genitales masculinos con forma de triángulo de billar.
Para evitar estos deslices, el escritor Martín Kohan dice que, llegado el caso, prefiere “dos formas contrapuestas de plenitud: o una omisión total, que vuelve ostensible lo callado, o bien una referencia lo más directa o brutal que se pueda, como en las escenas de sexo de las novelas de Juan José Becerra”.
En el primer caso, se podría recordar esa escena paradigmática de Madame Bovary, cuando Emma y León, su amante, están tras las cortinas de un carruaje y el narrador se limita a mencionar algunas calles de Rouen, o describir el vaivén del transporte, y finalmente mostrar cómo la mano de Emma sale desenguantada por debajo de las cortinas, movimiento que en cierto modo evoca otro del cine: la recordada escena de la mano de Rose, en Titanic –y perdón a los flaubertianos por la comparación–, apoyándose de pronto contra el vidrio empañado del auto. Un elemento no previsto por un Cameron probablemente demasiado ocupado en los efectos especiales, que muestra que a veces no hace falta más que una mano que irrumpa en el momento justo.
En el segundo caso al que se refiere Kohan, el de la descripción brutal, que es lo que parece predominar desde hace algunas décadas, a las novelas de Becerra no podemos dejar de agregar otras como Nanina, de Germán García, novela por la que la Justicia lo terminó condenando; El fiord, de Osvaldo Lamborghini, un relato que narra brutalmente una orgía incestuosa que finaliza en parricidio (aunque en este caso la brutalidad funciona también como metáfora o alegoría política); o también algunos textos de Fogwill, como Help a él, que es una suerte de reescritura en clave paródica de El Aleph, de Borges, que tiene escenas de altísima crudeza: “Su cara vino hasta mi cara y desde el rollito que había hecho con su lengua llegaba una mezcla de saliva y semen que nos fuimos pasando de boca a boca, al mismo ritmo que mi mano imprimía a la pija para simular que lamía su concha con una lengua alargada y blanda”.
Por supuesto, aún hoy habrá quienes se sientan ofendidos por estas obscenidades –y lo sentimos mucho por ellos–, pero a veces ese lenguaje escatológico y directo es mejor, o menos peor –que no es poco– que aquel que apela a la solemnidad y a la metáfora. “Los intentos de poetizar o metaforizar me parece que llevan a las peores variantes”, dice Kohan.
Un ejemplo de eso podría ser Lila y Flag, de John Berger. En esa novela hay una escena donde la pareja fantasea que está en un camarote a punto de tener sexo y de pronto el narrador se interrumpe y hace una extensa e innecesaria digresión en la que habla de ciervos que luchan hasta la muerte cuando están en celo, y de una “espada” que busca un “río”. ¿Qué es más vulgar? ¿Hablar de espadas y ríos o nombrar, por así decir, a las cosas por su nombre?
Desde luego, todo depende muchas veces del contexto y del ars poética de cada cual, pero en términos generales podría decirse que la metáfora solo funciona, como la carne del conejo, cuando se la adoba con el condimento justo. En determinados casos puede ser un aderezo a base de cinismo, humor o ironía. Jorge Asís hace algo así en, por ejemplo, Flores robadas en los jardines de Quilmes, como se ve en ese pasaje donde Rodolfo, su álter ego, está en la cama desesperado por hacer un trío con su novia y su amiga.
—Compañeras, aquí, entre mis manos, tengo la tierra, vengan y hagan la reforma agraria. Esto es la tierra, y como proponen ustedes, la tierra debe ser para quien la trabaja. ¡Vamos, a laburarla!
Curiosamente, también hay autores que logran buenas escenas sexuales con metáforas religiosas. Largos siglos de dominación eclesiástica han forjado un molde que se extrapola para expresar lo trascendental en otros planos. En el ensayo citado anteriormente, Sontag –y antes que ella, Sartre– ya advertía esto en Jean Genet o en Dominique Aury, pero también podemos agregar a Ercole Lissardi. En su novela Los días felices, por ejemplo, hay algunos pasajes donde la protagonista compara el semen con la hostia que baja por el esófago, o piensa a su sexo como un santuario, o se piensa, en el clímax, como una apóstol.
Pero Ercole lo hace bien, y hacerlo bien no es lo usual. Como dice la escritora Selva Almada, que recuerda con cariño los “pornosonetos” de Mairal, lo que sobran son las escenas de sexo mal escritas. Para la autora de El viento que arrasa es muy difícil escribir escenas de sexo puro y duro y salir airoso. “En general son tan explícitas que rozan el tratado gineco-proctocológico o tan elusivas que no se entiende bien por qué apareció un lirio o una mariposa donde todo parecía indicar que había una concha o un culo jugosos”, dice.
Quizás otro recurso, que no sea la metáfora o la descripción explícita, es producir en esos instantes un “borramiento enunciativo”, o sea: que el narrador se llame a silencio y deje que hablen los personajes, cosa que se da casi naturalmente en Manuel Puig, porque se trata de una literatura casi conversacional, desde la que se pueden lograr escenas memorables como esa de El beso de la mujer araña donde la relación homosexual entre los presos se va hilvanando a través del diálogo:
“—Espera, no, así es mejor, dejame que levante las piernas.
—...
—Despacito, por favor, Valentín.
—...”
Pero Valentín, el preso hétero, no responde, a lo mejor porque Puig sabe que lo que tiene para decir se dice mejor no diciéndolo, cosa que sucede muy a menudo. Los escritores deberían estar atentos a estas cuestiones porque si, como dijo en algún momento Vargas Llosa, sin erotismo raramente hay gran literatura, no es menos cierto que no hay gran obra –literaria, musical– que no tenga grandes silencios.

Arte erótico y pornografía
Por Ercole Lissardi

He insistido en que la literatura erótica, el arte erótico, etc., nada tienen que ver con la mera exhibición de la genitalidad, a la que llamamos pornografía. El tema de la erótica es el eros, la forma de atracción a la cual llamamos normalmente deseo, aunque para distinguir deberíamos llamarlo Deseo. El deseo pretende la imposible posesión del otro. A veces esta pretendida posesión pasa por la actividad sexual; otras veces, no. Las formas del deseo son infinitas, tanto como las formas en que se realiza o no. En cambio, el infinito de la pornografía es más domesticable, es pasible de catalogación a efectos de comercialización.
Hay autores como Bataille, Lawrence, Sade, que son referentes de la erótica en el más alto nivel. Han explorado la vida del deseo en campos muy diversos. En novelas como Historia del ojo o Mi madre, Bataille propone un erotismo que sólo puede realizarse en la transgresión, en el crimen o en el incesto. Lawrence, que era un verdadero predicador en la materia, demuestra en El amante de Lady Chatterley que reprimir el deseo por causas sentimentales o de status social es dañino. Sade es el primero en sancionar y codificar las fantasías inherentes al deseo que se llamará sadomasoquista: sus textos, como la diosa Jano, tienen dos caras y expresan a la vez el deseo sádico como el masoquista. Como todo arte verdadero, las obras de los tres siguen teniendo vigencia más allá de la circunstancia en que se originaron.
Por su parte, la literatura pornográfica, el cine pornográfico, la fotografía pornográfica encarnan muy legítimamente un discurso según el cual la mera exhibición de la actividad genital es interesante, aunque no transmita –y no lo hace, por definición– ningún otro valor. La apreciación es sin duda correcta, la pornografía es interesante: para los que no han debutado en la vida sexual, para los que se niegan a tener una vida sexual y para los que, incapaces de deseo –existe eso–, necesitan del goce vicario para encenderse.