Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

Otro vuelta de tuerca

Reseña de Muerde muertos (quién alimenta a quién...), de Carlos y José María Marcos (Muerde Muertos, 2012). Escribe Tomás Downey para Pura Incertidumbre

Muerde muertos, escrita por los hermanos Carlos y José María Marcos, es una novela epistolar, en la que prima una “retórica dieciochesca, pasada de moda” —como uno de los personajes acusa el otro en una de las cartas—, que trata, además, sobre la búsqueda de un libro mágico y oscuro, el Tratado teórico del oficio del muerde muertos, un volumen impreso por un extraño personaje llamado Conde de Orbañeja del Castillo, en el año 1649, que encierra los secretos de esos seres que dan título a la novela, capaces de, entre otros prodigios, hacer andar a los cadáveres.
Todo parece indicar que la novela es un regreso al género clásico, al estilo de El Club Dumas, de Pérez Reverte, pero es mucho más que eso. Muerde muertos, cuyo subtítulo es (quién alimenta a quién...), es un texto que, sobre la base de una trama de intrigas, pone en cuestionamiento su propia maquinaria narrativa con personajes y hechos que se contradicen constantemente, rompiendo así la lógica del relato lineal en el que una pista lleva siempre a otra. La realidad de lo narrado es puesta en duda una y otra vez, y todo lo que sucede tiene su otra cara.
Los juegos de opuestos, como ese que enfrenta el modelo de la novela clásica al cadáver desmembrado que vendría a ser una novela contemporánea, son particularmente recurrentes, al punto de confundirse con la trama misma, con lo que podría pensarse como el centro del relato.
Aquí dos personajes se cartean, uno reside en Salamanca —pintada como una ciudad mágica con un pasado, muy presente, cargado de brujas, magos y alquimistas de todo tipo— y el otro en Buenos Aires —ciudad terrenal, moderna y engañosa—. Sus posiciones respecto del relato que el libro va construyendo son contrarias: Blaise Orbañeja, el que reside en Buenos Aires, es el que se entrega al juego de creer sin preguntar, el que acepta lo sobrenatural sin necesidad de justificativos ni explicaciones; Jesús Figueras Irigoyen reside en Salamanca y, cual detective, se interna en las historias intrincadas que su interlocutor narra sin creerlas, pero viviendo sus consecuencias en carne propia.
La excusa, aquí, es la búsqueda del libro mencionado más arriba. Jesús —periodista retirado, un personaje escéptico, desengañado de su profesión— acepta el encargo de Blaise —bibliómano y descendiente de aquel Conde, supuesto autor del libro—, no porque crea en sus historias, sino porque confía en que la búsqueda del libro lo llevará, en realidad, a hallar el cadáver de su hermano Ignacio, desaparecido años atrás. El libro e Ignacio (un personaje verdaderamente nietzcheano) son los dos ejes sobre los que gira la novela; ambos, casualmente, tienen una fuerte carga mitológica y todas las anécdotas que los rondan son confusas y ambiguas.
La intriga, muy bien llevada, va cobrando cada vez más fuerza con una serie de vueltas de tuerca (bien entendidas: no como algo que da vuelta el relato y devela un engaño, sino como un elemento que resignifica y abre el abanico de posibilidades). Lo sobrenatural no se explica, simplemente sucede, y los personajes eligen creer o no creer, al igual que el lector.
Pero lo mejor de todo queda para el final, para cuando parece que los hechos están a punto de decantar y todo se reducía a una serie de personajes aburridos, desesperados por fundirse con sus propias alucinaciones. Los autores, por medio de una última y elegante vuelta de tuerca, terminan ese dibujo que se venía formando capítulo a capítulo, pero que no podía verse por estar demasiado cerca. Los contornos se enfocan y uno, simplemente, quisiera regresar a la primera página y volver a empezar.